2/12/2017

Un niño sonriente paseando navajas sobre sus piernas,
arrinconado, de espaldas al mundo,
sentado sobre la opinión adulta e impuesta.

Y la palabra ajena vuelta mierda, sumergida
en el río indiferente del pequeño dios;
eso era el mundo, ustedes, el otro.

Creciendo, sangrando lágrimas de amor,
escupiendo el absurdo detalle inhumano,
cansado de la existencia impropia.

Aprendió a señalar al demonio,
a mirarlo con honestidad,
a hablarle con dulzura.

Un oscuro mundo silencioso
carece de sentidos
y abre mi puerta, me encuentro.

Yo soy el demonio al que debo crucificar,
el señor que enmudece ante la insignificancia,
el que restringe sus acciones ante el vacío.

Yo soy el demonio al que debo crucificar,
el que ahora se levanta del trono sin miedo
y pasea su reflejo ante ustedes, miserables.

Yo soy el demonio al que debo crucificar,
la figura hastiada de la frivolidad irrisoria,
de la imposición detestable de presencias ridículas.

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